La historia de la familia mía

Una historia de movilidad social en forma de U.


Los Vallejo Naranjo: Del campo a la ciudad

Hacia el segundo cuarto del siglo XX, el Padre y la Madre vivían en Jericó, un pueblito refundido entre las motañas antioqueñas. Eran las cabezas de la recién formada familia Vallejo Naranjo, que en poco tiempo ya contaba con 6 críos, que iban y venían por los pasillos de una casa colonial de tejas de barro y amplios pasillos. Los muchachos disfrutaban de la vida privilegiada que el señor Vallejo les podía dar, derivada de los buenos rendimientos de la Hacienda Santa Clara, propiedad de la familia: Podían ir con uno de los trabajadores de la Hacienda a dar un paseo por el pueblo o aprovechar los campos de un país que todavía era pacífico. Para los interesados en opciones de entretenimiento más sofisticadas, que no gustaban de los veleidosos juegos de infantes y se inclinaban por otras formas de placer más profundas, también habían posibilidades: Casualmente, uno de los carretólogos del pueblo, Manuel Mejía Vallejo, era pariente y visitante asiduo de la casa. Eso permitía ciertos encadenamientos intelectuales con el resto de la élite letrada (o que al menos aspiraba a serlo) del pueblo, que bien podrían ser explotados por los muleques paisitas. No sobra decirlo, los muchachos estaban todavía muy pequeños para ir a la escuela.

Sin que haya claridad por qué, el Padre decidió emigrar hacia el Valle del Cauca hacia finales de 1937. Los historiadores aficionados de la familia están divididos sobre las causas del viaje. Los de izquierda (como mi papá, antiguo miembro de las juventudes Maoistas de la Universidad Nacional hasta que maduró –a buena hora) culpan al comienzo de la violencia y al hostigamiento de otros terratenientes de talante conservador que no tenían muy buenas relaciones con mi bisabuelo, más liberal que otra cosa. Los de derecha (como la tía Abuela con quien vivía cuando escribí este relato) creen que el orígen del traslado se acerca más hacia la naturaleza emprendedora del señor Vallejo. Pero más alla de los profundos debates historiográficos intrafamiliares, el hecho de fondo es que toda la familia se mudó para una finca entre Palmira y Cartago. Allí, el Padre intentó hacerse a un negocio asociado a la panela y el azúcar, que en últimas fracasó. El know how cafetero no sirvió de mucho en el negocio de la caña. Esto, sumado al disgusto de mi bisabuela por la humedad y el calor del trópico valluno, terminó por propiciar otra migración , esta vez a un centro urbano: Pereira.

En esa ciudad cafetera la vida era a otro precio. La situación social de la familia era, en definitiva, diferente a la de Jericó. Por las penurias de la migración y la ruina de la caña, mis bisabuelos (y todos sus muchachos) pasaron de los buenos tiempos del café al hacinamiento de una pensión en una urbe. De los paseos en bestias para contemplar el campo al mundanal ruido de una ciudad incipiente. Ya para entonces mi abuela Lucía estaba bien formada: A la madre de mi padre le tocó toda la travesía de colonizadores antioqueños hasta el Valle del Cauca cuando era muy pequeña, colgada en un cajón de una de las bestías del Padre. Fue entonces en Pereira donde creció y estudió hasta inicios del bachillerato. En las vacaciones iba a visitar a los parientes que habían dejado Jericó por otros lugares que los habían tratado mejor: Medellín, por ejemplo. Fue en una de esas visitas a la familia remanente en Antioquia que conoció a Gilberto Jaramillo, oriundo de San Vicente, burócrata de la Dirección de Impuestos y persona que hoy es mi abuelo. Después de varios encuentros vacacionales, el amor floreció y la pareja se casó. Escogieron a Medellín, esa ciudad rodeada de montañas escarpadas y de clima benevolente como la anfitriona de su hogar, el sitio para ver crecer a sus crías.

Los Jaramillo Vallejo: Orígenes de la típica clase media latinoamericana

Durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX, Gilberto y Lucía vivieron en el Barrio La América, que es eminentemente popular. Allí tuvieron a sus 2 hijos y tres hijas: Jairo (mi papá), Manuel, Nora, Ángela, Beatriz. Los dos muchachos hicieron todo su bachillerato en el Líceo Salazar y Herrera (tristemente célebre y conocido como la Cangreja), mientras que la mujer mayor estudió en el Colegio de Monjas La Presentación y las otras dos en el Centro Formativo de Antioquia.

La vida familiar era similar a la que las familias colombianas promedio podían aspirar: Mi abuelo seguía siendo funcionario público y encontraba en la bebida una salida conveniente a los dramas derivados de llevar una vida tan estable. Una escapatoria para las malas energías asociadas a la frustración de estar siempre detrás del mismo escritorio con la misma rutina, todos los días. Mi abuela nunca trabajó formalmente y siempre vivió en función de sus hijos. Eventualmente, se unía a los ofertantes de conos de helado para tapar los huecos de un presupuesto familiar que a veces se descuadraba por los excesos etílicos de Gilberto, o sencillamente para tener con qué pagar el matinal del domingo para mi papá y todos mis tíos, todos ellos muleques paisitas demandantes. Manuel, mi único tío varón, existía en función de su obsesión por los animales y todos los problemas domésticos asociados a la nueva vocación zoológica que él mismo le encontró a la casa: Cadáveres de micos hasta sepelios de canes. Por eso mismo, estudió medicina veterinaria y zootecnia en la Universidad Nacional. Nora, la hermana mayor, siempre tuvo una alma dispuesta al sacrificio. Estudió Arquitectura en la Universidad Nacional y hoy alterna las mieles de la jubilación temprana con un trabajo en una de las comunas pobres de la ciudad, asesorando a una parroquia en sus esfuerzos caritativos. Ángela, mi tía más jóven, se enamoró jóven de un músico que tocaba guitarra. Y contra todos los pronósticos, todavía están juntos: El hombre pasó de tener poco más que un hippie hype (sexy para las muchachas de la época) a tener un puesto de cuello blanco en una institución cultural de la ciudad de Medellín. Beatriz, la última que me falta por reseñar ocupa un lugar inevitable en las familias colombianas: La que viajó a los Estados Unidos buscando un futuro mejor: Decepcionada de la vida, dada la negativa de mi abuelo a financiarle su carrera (¿?) de azafata, decidió trabajar un tiempo y ahorrar un dinero para buscar la forma de aterrizar en el primer mundo. Y finalmente lo hizo: Hoy es una mujer independiente con un trabajo a prueba de recesiones – Oficial de Impuestos del Internal Revenue Service.


Los Jaramillo Quimbaya

Mi papá, hoy no sabe explicar por qué, estudió Ingeniería Civil en la Universidad Nacional. Allí fue un miembro de las juventudes comunistas y de las causas sociales. Más adelante, consiguió un empleo en una compañía de consultoría que se especializaba en hidroeléctricas y grandes obras de infraestructura. Trabajó en uno y otro proyecto hasta 1985, cuando lo trasladaron al Huila para colaborar en la construcción de un monumento al gasto estatal ineficiente: La hidroeléctrica de Betania. Allí conoció a Blanca, una secretaria de la región que había conseguido su cargo por un complejo sistema de palancas y poleas maquinado por una tía apreciada. Después de siete años de noviazgo furtivo y esquivo, y la amenaza de mi madre de dejarlo si no se decidían a concretar una relación seria en el plazo, mi padre decidió que era la hora de organizar las cosas. Y bueno, se casaron. Algunos años más tarde nació Luis Felipe, el único hijo de la unión genética de Jairo y Blanca. El muchacho estudió en el Colegio Agustiniano Ciudad Salitre de Bogotá, junto a muchos de sus vecinos y compañeros de clase media. Eventualmente, y ante un golpe de suerte que le cambió la vida a toda la familia, finalizó su bachillerato en Valledupar. Hoy estudia en la Universidad de los Andes. Y sigue escribiendo esta historia.

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