Política, Estado y ciencia: nexos en Europa moderna.


Las narrativas modernas sobre la revolución científica, se han caracterizado por intentar esbozar un panorama en el cuál los grandes desarrollos de ciencia fueron el resultado de un esclarecedor proceso de hallazgo de la verdad. Caracterizado por ser cartesiano e individual, sería ajeno consideraciones de carácter social. Este ensayo buscará mostrar que esta posición es problemática por varias razones: en primer lugar, el surgimiento de las instituciones que marcarían el devenir de la ciencia moderna está condicionado, al menos de forma parcial, a un momento histórico de convulsión en Europa occidental. En segunda instancia, la concepción de esa misma institucionalidad estuvo acompañada por elementos de carácter político, filosófico y de poder que podrían haber matizado su desarrollo más adelante. Y, finalmente, existe evidencia que sugiere que la composición de la alta dirección de organismos como la Real Sociedad de Londres estaba sujeta, entre otras cosas, a eventos de carácter político.

El  contexto
Según Shapin (1996, pp. 123), la sociedad europea vivió durante siglos en un permanente estado de crisis. Las causas de la inestabilidad característica de este período, que iniciaría en la baja Edad Media e incluiría al siglo XVII, se encontrarían en la remarcable cantidad de eventos que tuvieron lugar en esta época. Estos llevarían al cuestionamiento de la legitimidad de las instituciones que habían regulado el comportamiento humano por centurias. Así pues, el surgimiento de naciones-Estado, el descubrimiento del Nuevo Mundo, la invención de la imprenta y la reforma protestante; habrían sucedido en un período de tiempo tan corto que no permitirían que el establecimiento se adaptara.

La tensión entre el orden social instituido y las nuevas tendencias derivadas de los eventos mencionados anteriormente también terminaría por abarcar y afectar a la ciencia: los viajes a América, afirma Nieto (2009), sembrarían cuestionamientos sobre la pertinencia del cánon de conocimiento de científicos clásicos como Plinio. Además, Shapin (1996, pp. 126) sostiene que el monopolio del clero y el gremio universitario sobre el estudio y la formulación de filosofía natural llegó a su fin, pues empezaron a surgir opciones diferentes de producir conocimiento. De esta manera, las cortes reales de la Europa continental -una consecuencia de la consolidación de las naciones-Estado- terminarían por emplear a científicos y especialistas en diversas materias para que trabajaran al servicio de los intereses de la corona y no de los de la iglesia[1].

La transformación en la manera de hacer ciencia, sin embargo, no terminaría allí. En particular, Shapin (1996, pp. 133) sostiene que uno de los rasgos que marcaría esta época sería la crisis de la universidad como el centro de conocimiento por excelencia. Esto se justificaría en que su estructura jerárquica y patriarcal se interpretaría como una herencia del establecimiento que estaba en crisis y como un obstáculo para el progreso del saber. Así pues, los egos de los profesores, sus discusiones marginadas del mundo experimental y de las necesidades de la sociedad civil, se constituirían en elementos que socavarían la reputación de las instituciones universitarias como centros para producir conocimiento. Esta crisis generaría, entonces, el espacio y los incentivos para el surgimiento de un concepto de institución diferente: las sociedades y las academias. Estas, que posteriormente se convertirían en el espacio donde la revolución científica tendría lugar, serían el reflejo de las aspiraciones sociales de la época. Esto no es otra cosa que decir que estudiarían hechos y no palabras. Tampoco replicarían irreflexivamente el cánon de filosofía natural existente, sino que experimentarían y construirían hechos que servirían a la sociedad civil[2].

Las sociedades científicas serían, entonces, un producto de su propio contexto histórico y una respuesta a la falencia del establecimiento para responder las demandas de conocimiento de la sociedad europea del siglo XVII.

El Estado y las sociedades científicas
Según Shapin (1996, pp. 130), el filósofo inglés Francis Bacon consideraba que existían dos razones que justificaban una relación estrecha entre conocimiento y Estado: en primer lugar, que este último renunciara a controlar al primero, implicaría que podrían aparecer tendencias de saber que cuestionaran su legitimidad misma. Y, en segunda instancia, la habilidad de las disciplinas científicas, debidamente organizadas y guíadas por un método adecuado, para encontrar y desarrollar técnicas para dominar el mundo natural sería –y es- enorme. Así pues, existía un fuerte llamado para la integración de la ciencia con las ramas del poder público. Esta concepción sería evidente en La Nueva Atlántida, obra del mismo Bacon, donde una civilización utópica contaría con una institución de ciencia financiada por las arcas públicas. Esta, la Casa de Salomón, no sólo administraría el conocimiento sino que también contaría con sabios dedicados a conocer las causas de las cosas para empoderar a la sociedad civil.

Como afirma Nieto (n.d.), la Real Sociedad de Londres tendría a Bacon como su filósofo de cabecera pues, aunque con algunas diferencias de la mítica Casa de Salomón, esta tendría un enfoque eminentemente práctico. Sin embargo, otras organizaciones continentales, como la Academia de la Experiencia de Florencia y la Real Academia de Ciencias de Paris, lograrían un nivel más elevado de integración con el Estado. Según Shapin (1996, pp. 131) la sociedad francesa habría recibido soporte público para comprar y desarrollar los instrumentos necesarios para llevar a cabo experimentos. Por otra parte, la sociedad italiana fue financiada desde el inicio por miembros de la real familia Medici quienes, según Beretta (2000), confiaban en la tradición experimental como un mecanismo para encontrar conocimiento con ventajas prácticas muy concretas. Adicionalmente, Beretta sugiere que esta misma confianza terminaría por sesgar la naturaleza del tipo de ciencia que se llevaría a cabo en esa organización: era necesario desarrollar herramientas y conocimiento que fueran útiles a los intereses políticos y sociales de la autoridad que permitía su existencia.

Así pues, elementos de carácter político y filosófico parecen haber sido claves a la hora de determinar la existencia y el rumbo inicial del tipo de ciencia que se desarrollaba en las instituciones científicas de la Europa moderna.
El poder político y la evolución de las sociedades científicas
Existe evidencia que sugiere que eventos de turbulencia política se trasladaban, al menos eventualmente, a la Real Sociedad de Londres a través de la recomposición de sus directivas: Según Mulligan & Mulligan (1981), uno de los cargos más poderosos dentro de la jóven Real Sociedad de Londres era el de Secretario: aquellos que lo ocuparon, a través de la coordinación de las prácticas y el control de correspondencia, tendrían una influencia remarcable sobre el destino de la organización. Estos determinarían qué individuos serían aceptados como miembros y el tipo de prácticas que se llevarían a cabo en la institución. Esta posición de liderazgo sería, entonces, clave para estudiar el devenir de la que sería la sociedad científica más importante del mundo por varios siglos. Según Shapin (1994) la preferencia por caballeros[3] para membresías notables sería marcada. Sin embargo, el análisis de Miller (1998) propone que la dinámica de la alta dirección de la institución podría encontrar explicación, además, en elementos de cultura intra-organizacional y de política: en el siglo XVIII, por ejemplo, se asocian varios cambios de jefatura de la Real Sociedad de Londres con períodos de crisis en el gobierno y turbulencia política en general.

Cabe concluir, entonces, que puestos relevantes en la sociedad de ciencia más importante del planeta -cuya influencia sobre el tipo de prácticas que marcarían el desarrollo de conocimiento posterior está probada- fueron sujetos de consideraciones de carácter político. Esto, entonces, pudo haber sesgado hacia horizontes particualres su desarrollo y, en consecuencia, el tipo de ciencia que patrocinó.

Conclusión
En las narrativas modernas sobre la revolución científica parece predominar una visión cartesiana sobre la naturaleza de las transformaciones que tuvieron lugar en el siglo XVII. Como se ha expuesto en este ensayo, este enfoque puede estar equivocado pues ignora consideraciones de carácter social que determinaron, al menos de forma parcial, el rumbo de los procesos de generación conocimiento. Así pues, el contexto en que surgieron las sociedades y academias, así como su relación con el Estado y la política, son demasiado relevantes como para ser ignorados. Una historia que los incluya en su construcción y que determine con mayor claridad su rol es necesaria.

Bibliografía
Beretta, M. (2000). At the source of Western science: The organization of experimentalism at the Accademia del Cimento (1657-1667). Notes and Records of the Royal Society, 54(2), 131-151.
Miller, D. P. (1998). The ‘Hardwicke circle’: The Whig supremacy and its demise in the 18th-century Royal Society. Notes and Records of the Royal Society, 52(1), 73-91.
Mulligan, L., & Mulligan, G. (1981). Reconstructing Restoration Science: Styles of Leadership and Social Composition of the Early Royal Society. Social Studies of Science, 11(3), 327-364.
Nieto, M. (2009). Ciencia, Imperio, Modernidad y Eurocentrismo: El mundo Atlántico del siglo XVI y la comprensión del Nuevo Mundo. Historia Crítica, edición especial.
Nieto, M. (n.d.). Las sociedades científicas del siglo XVII y la tradición experimental. Historia De La Ciencia - Mauricio Nieto. Consultado en Noviembre 24, 2012, en http://historiadelaciencia-mnieto.uniandes.edu.co/pdf/SOCIEDADESCIENTIFICASDELSIGLO.pdf
Shapin, S. (1994). Who Was Robert Boyle? En A social history of truth: Civility and science in seventeenth-century England. Chicago: University of Chicago Press.
Shapin, S. (1996). The scientific revolution. Chicago, IL: University of Chicago Press.



[1] Esta separación es, también, una de las características de la edad moderna y consecuencia de los fenómenos ya mencionados.
[2] Este énfasis práctico es relevante pues implica una crítica al academicismo de las universidades y su desconexión con las necesidades del mundo fuera de los claustros.
[3] Una definición de lo que implicaba ser caballero en el siglo XVII puede encontrarse en Shapin (1994). En todo caso, es importante hacer énfasis en que no es el mismo caballero típico de la Edad Media.

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